Che: “Un ser de otro mundo, un animal de galaxia”

Un ser de otro mundo… un animal de galaxia, así se refería a él, el trovador cubano Silvio Rodríguez. Ernesto Guevara de la Serna, “Che”, no sucumbió ante el halo de guerrero victorioso que traía de la Sierra Maestra. No sucumbió ante el poder.

Renunció a puestos muy codiciados en este planeta: Ministro de Industrias, Presidente del Banco, representante internacional. Y se volvió a las selvas y a las montañas. Los descreídos y renuentes, sus enemigos de tajo, le han tildado de aventurero, loco, idealista incorregible… Sin embargo, ellos mismos se han preguntado con asombro, de qué material estaba hecho este hombre. Parecía un caballero salido de un canto épico; pero era real.

¿Cómo hablar de aventuras ni de utopías en un hombre que puso el pecho por delante para defender sus ideas? Tal vez la poesía, gota de condensación suprema, sea capaz de resumir su ejemplo, como lo hizo Mario Benedetti:

da vergüenza el confort

y el asma da vergüenza

cuando tú comandante estás cayendo

Seremos como el Che

En mis primeros años de estudiante, repetí el lema que presidía –y sigue haciéndolo– la organización de pioneros cubanos: “Seremos como el Che”. Lo repetía en cada acto, casi al borde de la rutina, hasta que, con un poco más de años, me pregunté qué era ser como el Che; acaso ¿era posible? Y entonces, comencé a leer su Diario de Bolivia.

En su 39 cumpleaños, Ernesto Guevara no destapó ninguna cerveza ni su hogar fue convite de amigos. Escribió: “Pasamos el día en la aguada fría, al lado del fuego, esperando noticias… se acerca inexorablemente una edad que da qué pensar sobre mi futuro guerrillero; por ahora estoy entero”.

 Si seguimos sus páginas de vado a montaña, de río a río, podemos sentir la cuchillada del desespero, que da una vez a su propia yegua. Sólo las ideas podían sostenerle en aquellos parajes, lo levantaban de aquel cansancio “como si me hubiera caído una peña encima”; o cuando sentía “el asma a todo vapor”.

Ser como el Che guerrillero, tal vez no sea posible; pero podemos acercarlo en el hombre que es capaz de volcar en la olla común, su plato de arroz con pollo, para que todos comieran lo mismo, o al dirigente que cuando el asma le obligó a mudarse a una casa en Tarará, cerca de la playa, explicó en carta pública sus razones.

Quizá tenía algo de asceta, por su desprendimiento material; pero nunca pidió sacrificios que él mismo no fuera capaz de hacer. Nunca recibió cuotas de alimentos extras, en medio del racionamiento general. Su familia comía lo mismo que los demás.

Su sinceridad, a veces, podía tornarse ríspida; pero su espíritu rechazaba los regalos exclusivos, y todo aquello que oliera a prebenda. Los privilegios egoístas le quemaban.

Ernesto Guevara pensaba por sí mismo. Vio a Europa del Este y a la URSS con sus propios ojos. Es apenas, 1965… Algo maloliente percibió en la reducción del arte a fórmulas: las del realismo socialista: una realidad prefabricada desde la perfección.

“Se busca la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto […] Así nace el realismo socialista. […] ¿por qué pretender buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida? […] no se pretenda condenar a todos las formas de arte posteriores a la primera mitad del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza.”

Un revolucionario no era para el Che una abstracción conceptual, sino una actitud, una práctica íntima y social: dentro y fuera de las puertas de la casa. En consecuencia, a un intelectual revolucionario, no le era dable callarse, ni cansarse: “No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial, ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas”.

Impresiona aquella imagen del Che de mirada profunda, pelo suelto y estrella en la boina. Fue tomada por Alberto Díaz (Korda) en La Habana, una fría tarde de marzo de 1960, durante el acto de despedida a las víctimas de la explosión terrorista del vapor La Coubre. Aquella es, quizás, la fotografía más famosa del mundo.

El Che está siempre vigilante, aunque el espejo de su ejemplo tenga “aristas filosas”. Está allí, como dijo el poeta cubano Eliseo Diego: “donde nunca jamás se lo imaginan”.

(Imagen: Fotografía original del Che tomada por Korda)

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